Mi cabeza era como un pesado fardo que giraba sin cesar, y el cuerpo me dolía como si me hubieran dado una paliza. Quise abrir los ojos pero no pude. Entonces sentí que una mano fría hacia la señal de la cruz sobre mi frente, y oí un susurro que pronto identifique: había sido absuelto de mis pecados. Me muero, pensé.
Desperté horas después. Me encontraba en la sala de urgencias del hospital 20 de Noviembre, de la ciudad de México. Tenia puestas una mascarilla de oxigeno y una sonda intravenosa. Ese día, 12 de octubre de 1968, se inauguraban los Juegos de la XIX Olimpiada, y alguien encendió el televisor. Ví a Enriqueta Basilio portando la antorcha olímpica. Y volví a cerrar los ojos. Entonces si quise morir.
La voz de la enfermera me aparto de mis dolorosas cavilaciones.
-Cual es su nombre, señor?
-Joaquín Capilla- respondí.
Ella escribió sin mirarme.
-¿Su profesión, señor Capilla?
-Campeón Olímpico- respondí entre sollozos.
Cuando pude hacerlo pregunte:
-¿Que me sucedió, señorita?
Ella suavizo la voz:
-Paro cardiaco, causado por una fuerte intoxicación alcohólica. Casi se nos va, señor Capilla.
La noche anterior había bebido con odio. Inútilmente esperé que me invitaran a participar en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos. Como único mexicano ganador de cuatro medallas, sin duda seria el portador de la antorcha. O al menos estaría entre los invitados especiales.
Me negaba a aceptar que el alcohol me había alejado de todo aquello por lo que había luchado durante 13 años. Mi nombre ya no aparecía en las páginas deportivas de los diarios, sino en las de la sección policiaca.
“Totalmente ebrio Joaquín Capilla se durmió al volante de su automóvil y lo estrello contra tres coches; el ex clavadista se encuentra en la cárcel”.
“Irritado porque un reportero narro sus excesos con el licor, Joaquín Capilla irrumpió en la redacción del diario y le rompió una botella en la cabeza al periodista. Se encuentra detenido.”
Lo había perdido todo, mi familia, mi carrera, la admiración y el respeto de la gente, a mis padres….
Pero lo que mas me dolía era que también había perdido mi dignidad. Ese día, el alcohol hizo estragos en mi ya debilitado organismo. A punto de asfixiarme arroje al piso las botellas y, en plena inconsciencia, conduje hasta el hospital. Me desmayé ante sus puertas.
Ahora, en mi lecho de enfermo, mis pensamientos vagaron hacia los Juegos Olímpicos de Melbourne, Australia, llevados a cabo en 1956. Yo tenía casi 28 años. Ganador de cuatro medallas de oro en los Juegos Panamericanos, tres veces triunfador en el Campeonato Nacional Abierto de Clavados de Estados Unidos; medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Londres, de plata en los de Helsinki, y, en este de Melbourne, medalla de bronce en el trampolín de tres metros.
Al pie de la escalerilla, sentí que la presión me iba a hacer estallar. Era el último clavado de la competencia. Los norteamericanos Gary Tobian y Richard Connor, que se disputaban conmigo las medallas, habían escogido el mismo clavado que yo: vuelta y media al frente con doble giro. Grado de dificultad 2.5, el mas alto. Los dos habían dibujado un bello clavado, pero Tobian se había afianzado en el primer lugar con una calificación total de 152.41. Para vencerlo necesitaba 21.30 puntos, lo cual implicaba un clavado de varios dieces.
Es ahora o nunca, pensé mientras subía por los peldaños. Me lance al espacio y entre en el agua como una flecha. Cuando salía, comencé a ver los dieces en el tablero. Luego oí: “Campeón Olímpico: Joaquín Capilla”. ¡Me habían calificado con 21.32 puntos! Por solo tres centésimas era campeón. Mi hermano Alberto se tiro conmigo a la piscina, vestido como estaba. Mi entrenador, Mario Tovar, lloraba como un niño. En las tribunas empezaron a aparecer banderitas mexicanas. En la ceremonia de premiación, las lágrimas mojaron mis mejillas.