Actualmente, los cursos académicos de esta materia resultan ser ejercicios sin sentido.
Cuando a un corredor de bolsa se le detiene por negocios turbios, o un nuevo procedimiento medico plantea dilemas imprevistos, surgen voces que piden cursos académicos de ética.
Se insta a las facultades de derecho, de medicina, de administración de empresas -e incluso a las escuelas secundarias- a tratar de resolver las cuestiones de moralidad instituyendo mas recursos de esta materia.
La idea detrás de esta exigencia es que a todos se les puede enseñar a distinguir el bien y el mal, así como a los estudiantes de medicina se les enseña a distinguir el hígado del páncreas.
Actualmente la cátedra de ética -si la hay- se basa, típicamente, en el estudio de casos prácticos ¿Es correcto que un menesteroso robe medicamentos para curar a su esposa? ¿A quien se debería beneficiar con el único corazón disponible para transplante: a la madre de tres pequeños, o al científico productivo? Podría suponerse que el estudiante, quien así ha llegado a conocer perfectamente las distinciones de índole moral, es capaz de reconocer (y rechazar) un negocio cuestionable o la indecente solicitud de un superior.
Por desgracia, esta conclusión se basa en un equivoco en cuanto a qué hace buenas a las personas. La conducta recta es el resultado de un adiestramiento, no de la reflexión. Como insistiera Aristóteles hace milenios: “un adulto bueno antes fue un niño bueno a quien se habitúa a actuar con rectitud. Los elogios por decir la verdad y los castigos por mentir harán que sea, con el tiempo, naturalmente honrado”.
El conocimiento abstracto del bien y del mal no contribuye más a la formación del carácter que el conocimiento de la física al ciclismo. Los ciclistas no tienen que pensar hacia qué lado inclinarse, y las personas honradas no tienen que pensar como responder cuando están bajo juramento.
Recurrir a los cursos de ética para enseñar la moralidad tiene implicaciones mas preocupantes que la simple perdida del tiempo. Los casos difíciles, cuya intención es sacudir a los estudiantes, invariablemente enseñan un conflicto entre principios convencionales, como los derechos de propiedad y la posibilidad de salvar una vida en el caso de la esposa enferma. Insistir en estos conflictos sugiere que la moralidad convencional es incoherente y, en consecuencia, no es racionalmente obligatoria. Por ello, la enseñanza de la ética proporciona una excusa más para soslayar nuestros deberes mas obvios.
Los ejemplos típicos de las clases académicas de ética desvían la atención del contenido de la moralidad propiamente dicha. La honradez, el trabajo y el respeto a los demás- no una serie de posiciones sobre como alcanzar ciertas metas sociales- forman la base que estabiliza al individuo en su viaje por la vida.
Sin embargo, la educación ética académica, cuando esta inspirada en acontecimientos públicos, suele concentrarse en la acción pública. ¿Qué pesa más: la utilidad de la empresa o la contaminación que esta causa? ¿Cuándo debe un funcionario público denunciar la corrupción?
Las anteriores son preguntas interesantes y difíciles de contestar, pero no es probable que la mayoría de las personas deba encontrarles respuesta.
Menos desconcertantes, pero de mayor importancia, en conjunto, para el carácter de la sociedad, son los pequeños retos de cada día, como decidir si se debe compartir alguna suma inesperada de dinero con una institución de beneficencia, o irse de compras.
Nuestro presente mundo presenta acertijos de moralidad especiales, y hay lugar para la reflexión filosófica. Pero los cursos académicos de ética constituyen ejercicios sin sentido. Distinguir lo correcto de lo incorrecto en la vida diaria no es tan difícil; lo que sí resulta arduo es vencer la pereza y la cobardía para hacer lo que sabemos perfectamente bien que debemos hacer.
Como todos los padres lo aprendieron algún día, solo con buenos ejemplos e incentivos apropiados se puede alentar esa fortaleza.
Michael Levin escrito para TIMES