sábado, 16 de enero de 2010

El Mejor Amigo del Hombre


Es duro perder a nuestra sombra: la mía tenía la nariz redonda y las orejas puntiagudas. Durante diez años Fred y yo fuimos prácticamente inseparables.

En el transcurso de su vida, el papel de Fred pasó de compañero de cuarto a hijo adoptivo de unos recién casados, y después a viejo gobernante de una familia que crecía.

Mi hija Brooke lo conoció cuando metió el hocico en su cuna. Después se convirtió en su apoyo cuando ella trato de pararse y él se mantuvo estoicamente firme, a pesar de que ella jalo sin misericordia su pelambre blanco y negro al hacer sus pininos.

Durante diez años, Fred y yo paseamos juntos por la acera, tres veces diarias, y después de que vinieron los niños el parecía esperar con ansias esos breves momentos de tranquilidad.

Era siempre el primero en despertar por las mañanas, y al atardecer se apostaba frente a la puerta delantera hasta que yo llegaba a casa.

Una noche, antes de su muerte me senté con él y le di un prolongado abrazo. Fred recargó todo su peso sobre mí y con su frío hocico una vez mas husmeo la palma de mi mano y la llevo suavemente, en la posición que acostumbrábamos, junto a su oreja derecha. Supe que se estaba despidiendo.

En las semanas que siguieron a su muerte reflexioné sobre los sentimientos especiales que muchos tenemos hacia nuestros animales, y llegue a la conclusión de que es irracional acumular tanto afecto en ellos. Eso tal vez se deba a que los animales, como los niños, dependen totalmente de nosotros.

Pero a diferencia de los niños, que nos dejan por un mundo mas seductor, nuestras mascotas están para siempre, ligadas a nosotros por los lazos indestructibles de la fe y la camaradería. Para ellos no hay otro mundo mas que el que les creamos; en eso estriba la embriagadora seguridad tanto para el animal como para el amo.



Fuente: The Wall Street Journal por Thomas Boyd
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