La mediocridad es una enfermedad mental que muchas personas "adoptan" por comodidad. Se acogen a ella justificando cada momento en que se manifiesta abiertamente.
No se reconocen como tal y buscan aliados para que su actitud pase como algo normal.
En su libro "El Hombre Mediocre" José Ingenieros hace una descripción completa y exacta de estos personajes que -por desgracia- cada vez van en aumento.
No se reconocen como tal y buscan aliados para que su actitud pase como algo normal.
En su libro "El Hombre Mediocre" José Ingenieros hace una descripción completa y exacta de estos personajes que -por desgracia- cada vez van en aumento.
La psicología de los hombres mediocres caracterízase por un riesgo común: la incapacidad de concebir una perfección, de formarse un ideal.
Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter a las domesticidades convencionales.
Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño del sabio y la pasión del apóstol. Condenados a vegetar, no sospechan que existe el infinito más allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.
Son incapaces de virtud; no la conciben o les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; a veces no delinquen por cobardía ante el remordimiento.
No vibran a las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalofrío bajo una tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una ofensa.
No viven su vida para sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares. Carecen de línea; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer. Trocan su honor por una prebenda y echan llave a su dignidad por evitarse un peligro; renunciarían a vivir antes que gritar la verdad frente al error de muchos. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual, como los polos de un imán gastado.
Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número suple a la febledad individual: acomúnanse por millares para oprimir a cuantos desdeñan encadenar su mente con los eslabones de la rutina.
Substraídos a la curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia, fortifícanse en la cohesión del total; por eso la mediocridad es moralmente peligrosa y su conjunto es nocivo en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad.
Épocas hay en que el equilibrio social se rompe en su favor. El ambiente tórnase refractario a todo afán de perfección; los ideales se agostan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primavera florida. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de aspiraciones que mantengan alto el nivel de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente.
Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles. Subvierten la tabla de los valores morales, falseando nombres, desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez…
En la lucha de las conveniencias presentes contra los ideales futuros, de lo vulgar contra lo excelente, suele verse mezclado el elogio de lo subalterno con la difamación de lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra conmueven por igual a los espíritus arrocinados. Los dogmatistas y los serviles aguzan sus silogismos para falsear los valores en la conciencia social; viven en la mentira, comen de ella, la siembran, la riegan, la podan, la cosechan.
Así crean un mundo de valores ficticios que favorece la culminación de los obtusos; así tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, obstruyendo en los pueblos la admiración de la gloria. Cierran el corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de un águila.
Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo estudia la verdad, tiene que luchar contra los dogmatistas momificados; si un santo persigue la virtud se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio; si el artista sueña nuevas formas, ritmos o armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza.; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del convencionalismo; si un juvenil impulso de energía lleva a inventar, a crear, a regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los serviles le ladra.
Al que toma el camino de las cumbres, los envidiosos le carcomen la reputación con saña malévola; si el destino llama a un genio, a un santo o a un héroe para reconstituir una raza o un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten para encumbrar sus propios arquetipos.
Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.
José Ingenieros, "El hombre mediocre" (1913)