Me gustan los abrazos y los besos. Pienso que tocarse es importante. La gran mayoría de la gente tiene prejuicios con los roces y evita esas cercanías. Jamás he podido entenderlos.
"Es cuestión de educación" -me dijo un amigo. "Tú eres demasiado lanzado". Nunca supe que quiso decir con eso, pero tampoco pregunté demasiado. "Yo no besaba ni a mi papá" -me confesó justificándose. "Eso no se estilaba en mi familia" -resumió como si edificara un paradigma emotivo.
¿Y cómo se saludaban? pregunté.
"Nos dábamos la mano" -contestó muy serio, alarmado por mi afán de cercanía. "El día que me gradué creo me puso la mano en el hombro. Fue el gesto más cariñoso que recuerdo. Bueno, no puedo quejarme, pues lo que no hacía con los abrazos lo compensaba con sus aportes en metálico. Aprendí a quererlo por la cantidad de dinero que me daba. Así me imagino que demostraba su capacidad de amar".
Qué pena, pensé, pero no dije nada, preferí un discreto silencio.
Tengo la absoluta certeza de que hay que tocarse, si, así como suena. Hay momentos en que un abrazo dice más que un discurso o cualquier frase contundente.
Cuando se toca a alguien, le estamos diciendo que le apreciamos, que le queremos, que puede contar con uno. Es un gesto hermoso no sólo de aceptación sino de amor.
Soy de los que cree que un abrazo a tiempo puede curar las heridas más profundas, las ofensas más terribles, el dolor del olvido y el abandono.
Estos contactos físicos tienen su código inscrito, como las miradas. Quien los recibe sabe cuando son mera formalidad o verdadera muestra de solidaridad y amistad.
Con los abrazos es muy difícil de mentir, los cuerpos tienen sus propios diálogos.
Cuando toco a alguien le hago partícipe de mi mundo. Las grandes curaciones vienen a través de esos contactos físicos. Un apretón de manos, un beso, y el abrazo, estoy seguro, es el más curativo de todos.