Te hablé ya de ese laberinto que los hombres construyen en su mente y de los miedos con los que combaten mientras lo recorren. También nombré al sufrimiento y a la ilusión de poseer.
Sin embargo, conozco personas a quienes estos discursos les sonarán extraños, no relacionan el camino andado con el lugar donde apoyan sus pies, su presente con su pasado. No obstante sufren y aunque te acerques amistoso rechazarán tu mano ya que aún ese sufrir lo organizan en nombre de su privada felicidad.
A una persona así le puedes pedir que abandone todo. Y lo hará, por cierto. Dejará su mundo atrás, abrazará ésta o aquella causa, buscará refugio en una isla desierta, renegará de su padre y de su madre, de su religión o de su sexo.
En fin, abandonará todo, menos su particular sufrimiento porque en el fondo ama su manera de hacerse daño ya que allí encuentra un personal sabor, un color que reconoce como propio un espejo donde se identifica y se afirma.
Piensa: hasta el suicida ata la cuerda al árbol en nombre de su singular modo de ser feliz.
Te aseguro que este modelo quién más, quien menos lo padecen todos los caminantes. Y a veces lo llaman infierno.
El infierno lo creamos nosotros mismos y por momentos hasta dejamos que el fuego que inventamos nos consuma. En vez de mirar todo lo bueno que la vida nos da, parece que nos gustara detenernos en lo malo y maximizarlo. Y no nos damos cuenta que poco a poco nuestra vida pasa de ser un cielo a ser un infierno...
El tan temido, el tan criticado y minuto a minuto nos dejamos envolver por sus llamas enormes y entonces nada es claro, todo es desagradable y pisamos cenizas: Nuestras propias cenizas, nuestro pasado, nuestro presente, y hasta nuestro futuro lo hacemos arder y dejamos que el fuego crezca.
Cuando notamos que el fuego empieza a encenderse tenemos que tratar por todos los medios de buscar ayuda. Si no está en nosotros, buscarla afuera, siempre encontraremos a alguna persona que apague esa pequeña hoguera. Pero miremos bien hacia dónde vamos, no nos llegue a pasar que equivoquemos el camino y en llamas encontremos a alguien que esté como nosotros y en vez de apagar el fuego o aquietarlo, sople y nos encienda más.
Si elegimos el infierno debo decirles que ésta no es la mejor manera de llamar la atención. En el lamento constante por aquello que nos ocurrió no vamos a encontrar la salida real, la que nos ayude a crecer, a sentir y a volver a empezar.
Al contrario la mayoría huye del infierno porque, si bien, todos en un momento u otro de nuestra vida solemos estar en él, es mucho más admirable aquel ser que logra detenerse, apagar las llamas, curar las heridas y que busca ayuda a aquél que huye, que culpa, que se siente una víctima y que por sobre todo, impide que otros le muestren el camino para que pueda tocar cielo alejándose para siempre de ese infierno.
El cielo o el infierno: La elección es tuya.