jueves, 8 de abril de 2010

Testamento de Mario Benedetti

Yo...con la salud algo quebrantada y no sé si recuperable, dejo a mi segunda mujer mis brazos y mis piernas, en recuerdo de que con unos y con otras la abarqué y la ceñí, la incorporé a mi territorio, la gocé y logré que me gozara.

También le dejo mis rabietas de verdugo y mis caricias de arrepentido; mis hoscas vigilias y mis nocturnos de minucioso amador; la melancolía que me provocan sus ausencias y el cielo abierto que acompañan sus regresos; la garantía de saberla dormida a mi lado y la certeza de que velará mi último sueño.

Yo..dejo también una canción cadenciosa y pegadiza que mi madre cantaba en la cocina mientras revolvía el dulce de leche casero; dejo un cristal con lluvia que me ponía alegremente melancólico; dejo un insomnio con luna creciente y dos estrellas; dejo la campanilla con la que llamaba a la esquiva buena suerte; dejo una tijerita de acero inoxidable con la que, a través de los años, me fui cortando tres o cuatro tipos de bigote.

Dejo el cenicero de Murano que recogió sin inmutarse las cenizas de mis frustraciones; dejo todos mis apodos y mis remordimientos clandestinos; dejo una ficha de ruleta para que alguien la apueste al treinta y dos; dejo el relámpago de la memoria que a veces ilumina los baldíos de mi conciencia; dejo el cuaderno Tabaré cuadriculado donde fui anotando mis vagos presentimientos; dejo un ejemplar del Quijote en papel biblia con notas al margen que testimonian mi aburrida admiración.

Dejo los gemelos de oro que me regalaron para mi segunda boda y que nunca estrené pues uso camisas de manga corta; dejo la cadenita de mi pobre perro que murió hace tres años porque no supo soportar su viudez; dejo un encuadernado ejemplar de la "Oda al Carajo", única obra maestra del ubicuo bandolero que escribió nuestro himno y el de Paraguay; dejo el antiguo calzador de mango largo que uso en mis temporadas de lumbago; dejo mi valiosa colección de arrugadas expectativas.

Dejo un cajoncito de cartas recibidas y otro cajoncito con copias de las cartas que no me contestaron; dejo un termómetro enigmático y maravilloso porque siempre nos fue imposible leer en él la temperatura nuestra de cada día; dejo la acogedora sonrisa de la preciosa pero intocable mujer de un amigo que es campeón de karate; dejo el único piojo solitario, anacoreta, que ingresó hace doce años en mi geografía corporal y al que ultimé sin la menor piedad ecologista.

Dejo un plano muy bonito de Montevideo, recuerdo de una época poscolonial y pre-Moon; dejo mi horóscopo, con sus pronósticos nunca confirmados; dejo un papel secante con la firma (invertida) de un ministro del ramo; dejo un caracol gigante, recogido en una playa oceánica que antes de expirar me miró con la tristeza de su odio salado; dejo una antena de TV, que sólo aportó inéditos fantasmas a mi pantalla.

Dejo las ojeras de mi hipocondría y los ardides de mi falso olvido; dejo un decilitro de ola atlántica que guardo en un frasco verdiazul para que no extrañe; dejo un sueño erótico y su verdad desnuda, por cierto inalcanzable en la arropada vigilia; dejo una bofetada femenina, injusta y perfumada; dejo una patria sin himno ni bandera pero con cielo y suelo.

Dejo la culpa que no tuve y la que tuve, ya que después de todo son mellizas; dejo mi brújula con la advertencia de que el norte es el sur y viceversa; dejo mi calle y su empedrado; dejo mi esquina y su sorpresa; dejo mi puerta con sus cuatro llaves; dejo mi umbral con tus pisadas tenues; dejo por fin mi dejadez.



Mario Benedetti
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