Todos nosotros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, necesitamos valer. Los psicoanalistas hablan de estimarse uno mismo, autoestima. Pero nadie puede darse valor a sí mismo sin pecar de vanidoso.
El verdadero valor viene siempre de los demás. Empezando por el niño que sabe que vale porque su madre lo aprieta contra su pecho, lo besa y le dice que es hermoso. Pero este proceso continúa toda la vida. Nosotros periódicamente necesitamos sentirnos estimados, apreciados por las personas que, a nuestros ojos, tienen las cualidades para hacerlo.
¿Pero, quién tiene el poder de dar los reconocimientos que cuentan? Según las circunstancias, sólo algunas personas o algunas categorías sociales.
Al joven no le alcanza que un amigo le diga que es inteligente. Necesita que se lo digan el profesor o su padre. Pero el padre no alcanza para que un joven atleta confíe en sí mismo. Necesita el juicio del entrenador. Al enamorarnos vemos, a través de una persona, la esencia misma de la vida y de la felicidad. En estos casos basta con el juicio del ser amado y su amor para afrontar, con confianza, el resto del mundo. En conclusión, son dos las categorías de personas de las cuales dependemos para conocer nuestro valor: aquellas que amamos y aquellas que ocupan un papel profesional específico.
Buena parte de las dinámicas que se desenvuelven en las familias y en las empresas se explican con la necesidad de reconocimiento. Y muchas formas de poder están fundadas en la capacidad, que algunas personas tienen, de no dar el reconocimiento que se está esperando de ellas. Son las personas "que no te dan el gusto". En cuanto se dan cuenta de que uno espera algo, un elogio, un premio, una aprobación, se desencadena en ellos el gusto de negártelo.
A veces es sólo un juego, como entre muchachos. Cuando alguien gana, se saca una buena nota, los otros, en lugar de felicitarlo, se ríen de él. Igual que el padre que, cuando a su hijo le va bien en el colegio, le dice escuetamente que sólo está cumpliendo con su deber.
Otras veces, en cambio, es para conseguir poder sobre la otra persona, al aprovecharse de su deseo de afecto y de aprobación. Hay una forma de falsa amistad en la cual uno de los dos juega el papel de indiferente, de superior. Y el otro se desvive por atraer su atención, por obtener un gesto de afecto, una mirada, un elogio. Este mecanismo de dominación se utiliza más frecuentemente en el seno de una familia, al aprovechar el deseo natural de reconocimiento que se establece entre los seres queridos.
A veces es el marido el que no dice nunca un cumplido, una frase de admiración. La mujer se le presenta bien vestida, maquillada y bien peinada, pero él reafirma su dominio diciéndole que gasta demasiado. A veces es la mujer la que, en su casa, delante de los hijos, le niega al marido el reconocimiento de que goza afuera. En el mundo profesional él es un hombre de éxito. Es temido, apreciado, admirado. Querría verse reconocido del mismo modo también por ella. Pero no lo consigue. Cuanto más trata de lograrlo, más ella le encuentra defectos. Habla con las amigas, se lo hace notar a los hijos. El ha de ser un gran hombre afuera, pero en la intimidad no vale nada. Y, de esta manera, lo tiene en un puño.
Frecuentemente los padres desean el reconocimiento de los hijos y, en caso de separación o de divorcio, compiten para mejorar su imagen desvalorizando al otro.
El deseo de reconocimiento, y la manera como se administra, constituyen una parte esencial de la vida artística, profesional y académica. Algunos críticos se han construido una fama derribando a todos los que prometían tener éxito. Pero también en las empresas las personas capaces de utilizar el mecanismo de la desvalorización logran a menudo conquistar mucho poder.
Me viene a la memoria el caso de un dirigente que había llegado casi a adueñarse de una empresa desautorizando a la familia propietaria. Había sacado partido de una época difícil para congraciarse con ella. Después, había destruido a todos los dirigentes y asesores que podían hacerle sombra. Era siempre severo, estaba enojado y era inflexible. Les encontraba defectos a todos. No perdía la ocasión de denunciarlos en forma despiadada. Por años y años no salió nunca de su boca una palabra de admiración o de elogio.
Este tipo de dirigentes, a menudo, en los primeros tiempos, obtienen buenos resultados porque sus subalternos se esfuerzan en obtener un reconocimiento. Luego los más inteligentes, los más dotados, entienden el juego y se van. Con ellos sólo quedan los mediocres y así, poco a poco, se sumergen en la mediocridad.
Este es el destino común a todos aquellos que no logran reconocer los valores de los otros. Quedarse sin valores.
Fuente: El Optimismo
El verdadero valor viene siempre de los demás. Empezando por el niño que sabe que vale porque su madre lo aprieta contra su pecho, lo besa y le dice que es hermoso. Pero este proceso continúa toda la vida. Nosotros periódicamente necesitamos sentirnos estimados, apreciados por las personas que, a nuestros ojos, tienen las cualidades para hacerlo.
¿Pero, quién tiene el poder de dar los reconocimientos que cuentan? Según las circunstancias, sólo algunas personas o algunas categorías sociales.
Al joven no le alcanza que un amigo le diga que es inteligente. Necesita que se lo digan el profesor o su padre. Pero el padre no alcanza para que un joven atleta confíe en sí mismo. Necesita el juicio del entrenador. Al enamorarnos vemos, a través de una persona, la esencia misma de la vida y de la felicidad. En estos casos basta con el juicio del ser amado y su amor para afrontar, con confianza, el resto del mundo. En conclusión, son dos las categorías de personas de las cuales dependemos para conocer nuestro valor: aquellas que amamos y aquellas que ocupan un papel profesional específico.
Buena parte de las dinámicas que se desenvuelven en las familias y en las empresas se explican con la necesidad de reconocimiento. Y muchas formas de poder están fundadas en la capacidad, que algunas personas tienen, de no dar el reconocimiento que se está esperando de ellas. Son las personas "que no te dan el gusto". En cuanto se dan cuenta de que uno espera algo, un elogio, un premio, una aprobación, se desencadena en ellos el gusto de negártelo.
A veces es sólo un juego, como entre muchachos. Cuando alguien gana, se saca una buena nota, los otros, en lugar de felicitarlo, se ríen de él. Igual que el padre que, cuando a su hijo le va bien en el colegio, le dice escuetamente que sólo está cumpliendo con su deber.
Otras veces, en cambio, es para conseguir poder sobre la otra persona, al aprovecharse de su deseo de afecto y de aprobación. Hay una forma de falsa amistad en la cual uno de los dos juega el papel de indiferente, de superior. Y el otro se desvive por atraer su atención, por obtener un gesto de afecto, una mirada, un elogio. Este mecanismo de dominación se utiliza más frecuentemente en el seno de una familia, al aprovechar el deseo natural de reconocimiento que se establece entre los seres queridos.
A veces es el marido el que no dice nunca un cumplido, una frase de admiración. La mujer se le presenta bien vestida, maquillada y bien peinada, pero él reafirma su dominio diciéndole que gasta demasiado. A veces es la mujer la que, en su casa, delante de los hijos, le niega al marido el reconocimiento de que goza afuera. En el mundo profesional él es un hombre de éxito. Es temido, apreciado, admirado. Querría verse reconocido del mismo modo también por ella. Pero no lo consigue. Cuanto más trata de lograrlo, más ella le encuentra defectos. Habla con las amigas, se lo hace notar a los hijos. El ha de ser un gran hombre afuera, pero en la intimidad no vale nada. Y, de esta manera, lo tiene en un puño.
Frecuentemente los padres desean el reconocimiento de los hijos y, en caso de separación o de divorcio, compiten para mejorar su imagen desvalorizando al otro.
El deseo de reconocimiento, y la manera como se administra, constituyen una parte esencial de la vida artística, profesional y académica. Algunos críticos se han construido una fama derribando a todos los que prometían tener éxito. Pero también en las empresas las personas capaces de utilizar el mecanismo de la desvalorización logran a menudo conquistar mucho poder.
Me viene a la memoria el caso de un dirigente que había llegado casi a adueñarse de una empresa desautorizando a la familia propietaria. Había sacado partido de una época difícil para congraciarse con ella. Después, había destruido a todos los dirigentes y asesores que podían hacerle sombra. Era siempre severo, estaba enojado y era inflexible. Les encontraba defectos a todos. No perdía la ocasión de denunciarlos en forma despiadada. Por años y años no salió nunca de su boca una palabra de admiración o de elogio.
Este tipo de dirigentes, a menudo, en los primeros tiempos, obtienen buenos resultados porque sus subalternos se esfuerzan en obtener un reconocimiento. Luego los más inteligentes, los más dotados, entienden el juego y se van. Con ellos sólo quedan los mediocres y así, poco a poco, se sumergen en la mediocridad.
Este es el destino común a todos aquellos que no logran reconocer los valores de los otros. Quedarse sin valores.
Fuente: El Optimismo