El pelo es uno de los indicadores del cambio más evidente en los seres humanos. No sólo por su crecimiento, sino por su pérdida. Por cierto, todos esos productos anticaída son más a la pseudociencia que otra cosa. Ya lo decía un profesor de dermatología: “para detener la caída del pelo, el suelo. Y para conservarlo, una cajita”.
Resulta curioso: nos preocupamos por él pero muy pocos conocen su ciclo vital. Durante tres años el pelo del cuero cabelludo crece lozano y feliz: es lo que los dermatólogos llaman la fase anágena. Después, y en unas tres semanas, entra en la fase catágena y el pelo muere. Pero aún no cae: seguirá agarrado al cuero cabelludo durante tres meses más, hasta que el nuevo pelo lo empuje y caiga (fase telógena).
Durante su vida, nuestro pelo -del cual muchos están muy orgullosos- se comporta como un atrapamoscas. La grasa que segrega el cuero cabelludo lo convierte en un excelente pegamento para polvo, hollín, restos de humo de tabaco, polen…
Sobre una persona cuyo cabello tenga unos 23 centímetros de longitud en dos días habrán quedado atrapadas unos 15 gramos de porquería. En un año su cabeza habrá engordado tres kilos y en dos décadas ese pelo sin lavar habría acumulado tanta suciedad como el peso de su portador.
Al igual que las serpientes, los seres humanos mudamos la piel regularmente. Una célula de piel comienza su vida en la capa basal, la más profunda de las cinco que la componen. En 25 días esta célula asciende hasta la capa superficial completando de este modo el turnover o el recambio celular. Sin embargo, en aquellos que sufren de psoriasis este proceso está acelerado: la célula sólo tarda en subir 3 ó 4 días.
Por nuestra piel, aunque esté recién lavada, brotan cada minuto cantidades nada despreciables de amoniaco, alcohol etílico, ácido acético (o vinagre), sulfuro de hidrógeno (que aporta ese olor característico a los huevos podridos) y los apestosos mercaptanos, el ingrediente activo característico de las mofetas. La mayoría de estas moléculas se evaporan en el aire al cabo de un cuarto de hora, pero siempre aparecen otras de repuesto.
Claro que en nuestro cuerpo no todo se repone. Como todos sabemos, las únicas células que no sustituimos son las nerviosas. Debemos vivir con las que nacemos. Aunque esto también habría que matizarlo. Después de nacer el cerebro multiplica por tres su tamaño y el número de sinapsis sigue aumentando durante varios años. Todo ello para acabar teniendo un cerebro con unos diez o quince mil millones de células nerviosas y cien billones de conexiones sinápticas.
Cada célula nerviosa es capaz de conducir un impulso de uno de sus extremos al otro, liberando una sustancia química por alguna de sus mil terminaciones para trasladarlo a otra célula nerviosa, y luego recargarse para poder empezar de nuevo. Estos impulsos se transmiten a velocidades de 320 kilómetros por hora, con lo que un impulso generado por el cerebro llega al dedo gordo del pie en dos centésimas de segundo.
Ahora bien, nada en esta vida es gratis y mantener en funcionamiento todo este sistema requiere 50 mililitros de oxígeno por minuto -la cuarta parte del que utiliza el resto del cuerpo cuando está en reposo- y la potencia desarrollada es la de una bombilla pequeña, unos 20 vatios.
Esta “no instantaneidad” del sistema nervioso tiene sus consecuencias. Si una copa se nos resbala de las manos podemos intentar asirla una décima de segundo después de que ocurra. La velocidad que ha adquirido no es muy elevada, unos dos kilómetros por hora, y nuestro tiempo de respuesta, lo que tarda el cerebro en recoger la información que llega de los ojos, procesarla y enviar la señal oportuna a las manos, está entre una y dos décimas.
Si esperamos medio segundo la copa habrá adquirido una velocidad de 25 kilómetros por hora y ya no podremos atraparla, a no ser que sea por pura chiripa.
Fuente: Review The Human Body