Mi cabeza era como un pesado fardo que giraba sin cesar, y el cuerpo me dolía como si me hubieran dado una paliza. Quise abrir los ojos pero no pude. Entonces sentí que una mano fría hacia la señal de la cruz sobre mi frente, y oí un susurro que pronto identifique: había sido absuelto de mis pecados. Me muero, pensé.
Desperté horas después. Me encontraba en la sala de urgencias del hospital 20 de Noviembre, de la ciudad de México. Tenia puestas una mascarilla de oxigeno y una sonda intravenosa. Ese día, 12 de octubre de 1968, se inauguraban los Juegos de la XIX Olimpiada, y alguien encendió el televisor. Ví a Enriqueta Basilio portando la antorcha olímpica. Y volví a cerrar los ojos. Entonces si quise morir.