Era un pueblo muy pequeño. Tan pequeño que no figuraba en los grandes mapas nacionales. Tan pequeño que tenía sólo una diminuta plaza, y que en su única plaza tenía un solo árbol.
Pero la gente amaba a ese pueblo, amaba a su plaza y amaba a su árbol: un enorme ombú que estaba justo en la mitad de la plaza... ... y también en la mitad de la cotidianeidad de los habitantes del pueblo: Todas las tardes, a eso de las 7, después del trabajo, hombres y mujeres se cruzaban en la plaza, recién bañados, peinados y vestidos dando un par de vueltas alrededor del ombú.
Durante años los jóvenes, los padres de los jóvenes y los padres de los padres se habían cruzado diariamente bajo el ombú. Allí se habían cerrado negocios importantes, tomado decisiones del municipio, arreglado casamientos y recordado a los muertos, por los años de los años.
Un día algo diferente y maravilloso comenzó a pasar: en una raíz lateral, saliendo de la nada, brotó una ramita verde con sus dos únicas hojitas apuntando al sol. Era un retoño. El primer retoño que el ombú había dado desde que se lo conocía.