Desde que fue catalogado el genoma humano, los investigadores se enfrascaron en determinar qué segmento de él contribuía a qué mal, con la esperanza de usarlo para prevenir y reparar todo lo que enferma al cuerpo humano. La excitación por el hallazgo era explicable: se podría llegar a la enfermedad directamente desde su fuente primaria, los genes.
Docenas de compañías biotecnológicas surgieron en los 90 con ese fin, se logró fraccionar el genoma e identificar cada una de las 3 millones de bases en cada micrómetro de ADN en cualquier célula del cuerpo. Pero hasta ahora, esto no se ha reflejado en nuevos tratamientos promisorios ni métodos diagnósticos útiles y no es probable que eso cambie a corto plazo.
El concepto básico es conocido. Dentro de cada célula hay 46 cromosomas, que no son más que piezas entremezcladas de los códigos genéticos de nuestros padres. Al segmento de ADN que ayuda a producir una proteína se le llama gen, y hay cientos y hasta miles en cada cromosoma. El total de los genes que conforman los 46 cromosomas, junto con algunos segmentos “basura”, constituyen nuestro genoma, una especie de huella dactilar genética.