En su actitud abierta hacia la vida, los pequeños nos muestran cosas que los adultos no logramos ver porque somos demasiado listos.
Al crecer, muy pronto nos convencemos de que debemos dejar atrás todo vestigio de la infancia, si queremos que la gente nos tome en serio. Al hacerlo, nos privamos de algo muy valioso.
La carencia de ese espíritu suprime nuestra capacidad de ser sencillos, espontáneos, conscientes, confiados, abiertos a la vida.
Estas características no tienen que morir cuando crecemos. Podemos recuperar este saludable espíritu infantil prestando atención a las lecciones que -día con día- nos ofrecen los niños.
A continuación unas cuantas actitudes aprendidas de los niños: