Una vez al mes, los sábados por la mañana, hago un turno en el hospital local para entregar las velas de la sabatina a las mujeres judías que están registradas allí como pacientes.
Prender velas es la manera tradicional que tienen las mujeres judías de recibir la sabatina, pero los reglamentos del hospital no permiten que los pacientes enciendan velas verdaderas, de modo que les ofrecemos lo que más se aproxima: velas eléctricas que pueden conectarse al comienzo del sabbath, el viernes a la caída del sol.
La sabatina termina el sábado a la noche. El domingo a la mañana recupero las velas y las guardo hasta el viernes siguiente, cuando llega otra voluntaria a distribuirlas entre los pacientes de esa semana. A veces encuentro pacientes de la semana anterior.
Un viernes en la mañana, cuando hacía mi ronda, me encontré con un mujer muy anciana, quizá de noventa años. Su cabello corto, blanco como la nieve, lucía suave y esponjoso como algodón. Su piel era amarilla y arrugada, como si sus huesos se hubieran encogido súbitamente dejando a la piel que los rodeaba sin apoyo y sin un lugar adonde ir, ahora colgada de sus brazos y rostro, en suaves pliegues.
Parecía muy pequeña en la cama, con el corbertor subido hasta el cuello debajo de los brazos. Sus manos, que descansaban sobre él, estaban retorcidas y ajadas; eran las manos de la experiencia. Pero sus ojos eran claros y azules, y me saludó con un tono de voz sorprendentemente fuerte. Por la lista que el hospital me había dado, sabía que su nombre era Sarah Cohen.
Me dijo que había estado esperándome, que nunca dejaba de prender las velas en su casa y que las conectaría al lado de la cama, donde pudiera tenerlas a mano. Era evidente que estaba familiarizada con la rutina.
Lo hice como ella quería y le deseé un buen sabbath. Cuando me volví para salir, me dijo: -Espero que mis nietos lleguen a tiempo para despedirse de mí.
Creo que mi rostro debió registrar la conmoción que sentí ante la sencilla afirmación de que sabía que se estaba muriendo, pero le toqué la mano y le dije que esperaba que así fuera.
Cuando salí de la habitación, casi tropiezo con una joven que parecía tener alrededor de veinte años. Llevaba una falda larga, de estilo campesino, y el cabello cubierto. Escuché decir a la señora Cohen:
-¡Malka! Me alegro de que hayas podido venir. ¿Dónde está David?
Me vi obligada a continuar con mis rondas, pero una parte de mí no cesaba de preguntarse si David también habría llegado a tiempo. Es difícil para mí entregar las velas y marcharme, sabiendo que algunos de estos pacientes están muy enfermos, que algunos probablemente morirán, y que son el ser querido de alguien.
Supongo que, de cierta manera, cada una de estas señoras me recuerda a mi madre cuando estaba muriéndose en el hospital. Quizá por eso soy voluntaria.
Durante toda la sabatina, el recuerdo de la señora Cohen y de sus nietos irrumpía en mi mente. El domingo a la mañana regresé al hospital para recuperar las velas.
Cuando me aproximaba a la habitación de la señora Cohen, vi a su nieta sentada en el suelo, fuera de la habitación. Cuando me vio venir levantó la cabeza.
-Por favor -me pidió-, ¿podría dejar las velas unas cuantas horas más?
Su pregunta me sorpredió, así que comenzó a explicarme. Me dijo que la señora Cohen les había enseñado a ella y a su hermano David todo lo que sabían acerca de la religión.
Sus padres se habían divorciado cuando eran muy jóvenes y ambos trabajaban hasta tarde en la noche. Malka y su hermano pasaban casi todos los fines de semana con su abuela.
-Ella hacía el sabbath para nosotros -continuó Malka-.
Cocinaba, limpiaba, horneaba, y la casa entera lucía y olía de una manera especial, que ni siquiera puedo describir.
Entrar a su casa era como entrar a otro mundo. Mi hermano y yo encontrábamos allí algo que, para nosotros, no existía en ningún otro lugar.
No sé cómo hacerle entender lo que este día significaba para nosotros... para todos nosotros, la abuela, David y yo...
Era como una tregua maravillosa en el resto de nuestra vida, e hizo que David y yo regresáramos a nuestra religión.
David vive ahora en Israel. No pudo conseguir un vuelo de regreso antes de hoy. Llegará cerca de las seis de la tarde.
Si, por favor, pudiera dejarme las velas hasta entonces, tendré el mayor gusto en guardarlas después.
Yo no entendía qué relación había entre las velas y la llegada de David. Malka me lo explicó.
-¿No lo ve? Para mi abuela, el sábado era nuestro día de felicidad. No hubiera deseado morir este día. Si logramos hacerle creer que todavía es sábado, quizá pueda resistir hasta que llegue David. Sólo para que pueda despedirse de ella.
Por nada del mundo hubiera tocado esas velas en aquel momento, y le dije a Malka que regresaría más tarde. No podía agregar nada, así que sólo oprimí su mano con cariño.
Hay momentos, acontecimientos, que pueden unir a personas totalmente extrañas entre sí. Aquél fue uno de ellos.
Durante el resto del día me ocupé de mis asuntos, pero no podía dejar de pensar en el drama que se desarrollaba en el hospital.
Aquella anciana estaba usando toda la fuerza que le quedaba en esa cama de hospital.
Y no hacía ese esfuerzo supremo por ella misma.
Ya me había manifestado claramente, con su actitud, que no le temía a la muerte. Parecía saber y aceptar que había llegado su hora y, de hecho, estaba preparada para partir.
Para mí, Sarah Cohen personificó un tipo de amor cuyo poder ignoraba. Estaba dispuesta a concentrar todo su ser en mantenerse con vida mientras durara el sabbath.
No deseaba que sus seres queridos asociaran la belleza y alegría de este día con la tristeza de su muerte.
Quizá también deseaba que sus nietos tuvieran el sentido del final de la vida, al poder despedirse de la persona que había afectado tan profundamente las de ellos.
Cuando regresé al hospital el domingo a la noche, me puse a llorar incluso antes de llegar a la habitación. Me asomé.
La cama estaba vacía y las velas apagadas. Luego escuché una voz detrás de mí que decía suavemente:
-Lo logró.
Miré el rostro sin lágrimas de Malka.
-David llegó esta tarde. Ahora está diciendo sus oraciones. Pudo despedirse de ella y también trajo buenas noticias: él y su esposa esperan un bebé. Si es una niña, se llamará Sarah.
No sé por qué, la noticia no me sorprendió.
Envolví el cable alrededor de la base de las velas. Aún estaban calientes.
Marsha Arons