jueves, 21 de octubre de 2010

El misterio de la gardenia


Por Marsha Arons “Jewish Image”

Marsha Arons es asistente de dirección del American Jewish Committee y redactora para publicaciones judías locales y nacionales, así como para publicaciones seculares. Sus artículos han aparecido en Good Housekeeping, Reader’s Digest, JUF News, The Chicago Jewish News y Jewish Image Magazine. Casada y madre de cuatro hijas. Ha escrito un libro titulado A Most Remarkable Summer y actualmente trabaja en una colección de cuentos acerca de las relaciones entre madres e hijas.

He aqui su relato:

Cada día de mi cumpleaños. Desde que cumplí los 12, llegaba una gardenia blanca a mi casa, en Bethesda, Maryland. El regalo no llevaba tarjeta ni mensaje alguno, y en la florería no podían darme ningún informe, pues el pago se hacía en efectivo. Al cabo de algún tiempo dejé de tratar de descubrir la identidad del remitente, y me limite a disfrutar de la belleza y el embriagador perfume de esa flor mágica y perfecta que venía en un nido de suave papel de seda rosado.

Mas nunca deje de pensar en quien podría ser ese anónimo obsequiante. Pase momentos felicísimos fantaseando con alguien maravilloso y apasionado, pero demasiado tímido para revelar su identidad.

Mi madre alimento esas fantasías. Me preguntaba si ese misterioso ser no sería alguien a quien yo le hubiera hecho un favor especial. Quizá la vecina a la que solía ayudar a descargar su auto lleno de compras, o tal vez el vecino de la casa de enfrente cuya correspondencia recogía yo durante el invierno para que no se aventurara a bajar los resbaladizos escalones. Pero como adolescente que era, me ilusionaba mas suponer que podría tratarse de un chico que a mí me gustaba, o de uno que se hubiera fijado en mí pero al que yo no conocía.

Cuando cumplí 17 años tuve una gran desilusión amorosa. La noche en que el chico me telefoneó por última vez, lloré hasta quedarme dormida. Por la mañana, al despertar, me encontré con un mensaje garrapateado en el espejo con lápiz labial rojo: “Sabe de corazón que cuando los semidioses se van, los dioses llegan”. Reflexioné en esa cita de Emerson mucho tiempo, y hasta que a mi corazón volvió la alegría, la deje donde mi madre la había escrito. Cuando por fin fui por el líquido limpiavidrios, mamá supo que todo marchaba bien de nuevo.

No recuerdo haberle azotado jamás la puerta a mi madre, ni haberle gritado llena de furia: “¡Tu no me entiendes!”, porque lo cierto es que ella sí me comprendía.

Un mes antes de graduarme de la escuela de enseñanza media superior, mi padre murió de un ataque cardiaco. Mis sentimientos oscilaron entre la pena, el desamparo, el miedo y una inmensa rabia porque papá no iba a estar presente en algunos de los momentos más importantes de mi vida. Perdí por completo el interés en mi graduación, en la obra de teatro que íbamos a presentar y en el baile. Pero mi madre, en medio de su dolor, no quería que me dejara vencer por el desaliento y me perdiera de todas esas cosas.

El día anterior de la muerte de mi padre, mama y yo habíamos salido a comprar el vestido que me pondría la noche del baile. Encontramos uno primoroso, con metros y metros de organdí suizo rogo, blanco y azul. Me hacía sentir como Scarlet O´Hara, pero no me venía. Cuando papa falleció, me olvide del vestido.

Mi madre no. La víspera del baile, encontré el traje –en la talla correcta- extendido con exquisita delicadeza sobre el sofá de la sala. No era un simple regalo envuelto en una caja, sino un gesto de amor que se me estaba ofreciendo de la manera más bella, artística y amorosa. A mí me daba lo mismo tener o no un vestido nuevo, pero mamá no pensaba igual.

Ella deseaba que sus hijos se sintieran amados, creativos e imaginativos; que estuvieran convencidos de que en el mundo había magia y belleza, aun en situaciones de adversidad. Quería que sus hijos se vieran a sí mismos como la gardenia: fascinante, vigorosa y perfecta, con un aura de magia y quizá un poquito de misterio.

Mi madre murió diez días después de mi boda. Tenía yo 22 años. Cuando cumplí 23, dejaron de llegar las gardenias.
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