El abad le preguntó a su alumno preferido cómo andaba su progreso espiritual. El alumno respondió que estaba consiguiendo dedicarle a Dios todos los momentos del día.
-Entonces, ya sólo te falta perdonar a tus enemigos.
El muchacho se quedó desconcertado:
-¡Pero si yo no odio a mis enemigos!
-¿Tú crees que Dios está enfadado contigo?
-¡Claro que no!
-Y de todas maneras tú imploras Su perdón, ¿no es verdad?
Pues haz lo mismo con tus enemigos, aunque no los odies. El que perdona está lavando y perfumando su propio corazón.